La Catedral de St. Patrick casi desaparece entre los rasgacielos de Manhattan. Foto Mike Peel-At_New_York,_USA-Wikimedia
Bienvenidos a Nueva York, la ciudad que nunca duerme… pero sí ronca con arrogancia.
Daremos un paseo por la megalópolis donde los sueños vienen a morir lentamente en vagones de metro infestados de anuncios sobre apps de meditación y pastillas para la ansiedad —patrocinadas, por supuesto, por las mismas farmacéuticas que inflaron los precios de la insulina. Aquí, donde el ruido constante de sirenas, bocinas y ambulancias es el dulce arrullo que te recuerda que estás vivo, pero probablemente en deuda.
Comenzamos en Manhattan, ese templo dorado del Capital donde ejecutivos de Wall Street desayunan ego en polvo mientras revenden acciones bursátiles que camuflan la explotación de recursos en países que no pueden localizar en el mapa. Allí, en rascacielos que rozan el cielo —y la moralidad—, se decide el destino de millones de parias mientras los sintecho duermen bajo pantallas LED que les anuncian relojes de 20.000 dólares.
Manhattan sigue siendo el corazón palpitante del imperio, latiendo al ritmo de tarjetas de crédito y bonus bancarios. Es la meca donde se practica la adoración a Mammon. La idolatría de cifras y cálculos que enmascaran la codicia de aquellos que poseen los arcanos de esa brujería financiera.
Aquí se especula con todo: vivienda, materias primas, energía, divisas, deuda pública y privada… y con el futuro de millones de proletarios que ignoran que en esta parte de la isla se apuesta su vida, salud, trabajo y pensión. ¿Moral? Eso no cotiza.
La bolsa neoyorquina, con su ejército de yuppies con sonrisas de tiburón, sigue dictando el precio del mundo desde oficinas donde no entra el sol, pero sí el cinismo. Ellos no hacen dinero, lo inventan. Con su ritual de la campanita y el frenesí de cifras, parece una misa satánica con Excel y trajes a medida. Wall Street no es solo una calle, es un altar donde los sacerdotes de los hedge funds desayunan en Le Pain Quotidien.
En la Quinta Avenida, al lado de Tifanny’s, encontramos la Trump Tower, mausoleo del mal gusto dorado, que se yergue como monumento kitsch al narcisismo. Un espejo de lo que pasa cuando se deja a un magnate del ladrillo jugar a ser presidente.
Pero cerca de allí, enfrentados a la catedral católica de Saint Patrick, están los bloques de cristal y cemento que alberga el cerebro de los que verdaderamente mandan aquí. El Rockefeller Center nos desvela quienes han levantado el capitalismo global con la misma ternura con la que un depredador lame a su presa, habiéndola cortejado antes como un herbívoro. A esto le llaman “capitalismo filantrópico”. Manhattan no es una isla. Es una ideología con código postal.
El Empire State Building, símbolo fálico de una nación obsesionada con escalar, mirar desde arriba y —si es necesario— aplastar en la caída. Desde su cima se puede ver la ciudad entera… menos a los invisibles que limpian sus letrinas. Pero al turista “cosmopaleto” eso no le importa. Ha venido por el selfie, no por hacer contacto con la realidad.
Central Park hace de oasis cuidadosamente diseñado para que sus vecinos respiren aire limpio sin salir de la ciudad. Es naturaleza domesticada, una escenografía para fingir que el cemento no lo ha devorado todo. Mientras los neoyorquinos más runners trotan con auriculares de 300 dólares, a escasa distancia alguien en el Upper East Side rebusca en cubos de basura. Pero qué simpáticas son las ardillas del Central Park…
En el SoHo, antiguas naves industriales han sido recicladas por el toque mágico del arte contemporáneo. Cada café de 12 dólares viene con espuma en forma de hoja y una mirada de sorpresa del lugareño si preguntas qué es un “flat white”. Pero no te preocupes: la autenticidad se vende por gramos, justo al lado del matcha orgánico. La antigua zona bohemia convertida hoy en showroom de marcas que se llaman “Minimal” pero venden camisetas rotas por el salario anual de un obrero en Bangladesh. Aquí todo es “auténtico”
…mientras no preguntes demasiado.
A un rato de paseo, Little Italy sobrevive como una caricatura con mozzarella y banderitas, donde ya no queda ni la abuela que hacía lasañas. Sus trattorias “de toda la vida” son ahora decoradas por diseñadores que nunca han estado en Italia. Mientras, al otro lado de la calle, Chinatown resiste estoicamente la gentrificación con la dignidad de quien sabe que los turistas más “foodies” solo vienen a atiborrarse de dumplings y a hacerse una foto con los farolillos.
En Brooklyn, patria de los hipsters ilustrados, ahora pueden pagarse alquileres de 4.000 dólares al mes por vivir en lo que hace no tanto era un taller mecánico. No importa: es un “loft industrial con esencia”. Entre barbas cuidadas, cervezas artesanales y tiendas de vinilos, se gestiona la Revolución con smartphones de Apple, mientras se redactan manifiestos sociales en tipografía Helvetica con papel reciclado por niños de vete a saber dónde.
En el barrio judío ortodoxo de Williamsburg, el tiempo se detuvo en el siglo XIX. El lugar ofrece una cápsula cultural muy peculiar: hombres con tirabuzones, mujeres tapadas en riguroso negro y un rechazo absoluto al mundo exterior… salvo para gestionar complejas redes inmobiliarias que cultivan la usura a velocidad bíblica. Ellos son el ejemplo perfecto de cómo se puede ser radicalmente tradicional y ferozmente hipócrita al mismo tiempo. Si apareciese por allí un tal Jesús de Nazaret, algunos de ellos volverían a pedir a los romanos que lo crucificaran.
Mientras tanto, en Queens, los recién llegados aún creen que este distrito es la Tierra Prometida. Sus idiomas rebotan en las paredes de las laundromats, entre una arepa y un borscht, con la esperanza intacta de escapar de allí algún día. En Nueva York puedes ser quien quieras, siempre que puedas pagarlo.
Y luego está Harlem, esa joya de la “diversidad”, donde la narrativa imperante te explica lo vibrante que es la comunidad afroamericana…hasta que se ven in situ colas de madres recogiendo bolsas de comida en un centro de beneficencia. Una parte de Harlem ya no es Harlem, sino “North Manhattan”, una expresión inventada para que algunos emporios inmobiliarios puedan vender el gueto como si fuera arte conceptual.
En el Bronx, todavía se puede oír el eco del hip hop, pero ya lo venden empaquetado en festivales con sponsors de multinacionales. Aquí los niños aprenden rápido que el Sueño Americano es una película de terror donde uno nace en el primer acto y si tiene suerte puede evitar acabar el segundo en una celda.
Nueva York se vende como el faro de la civilización, el modelo o paradigma de éxito global. Pero bajo la brillante superficie, el sueño huele a fast food recalentada: barata, adictiva y llena de grasas trans.
El verdadero crisol étnico de la ciudad, el denominado “melting pot” funde culturas, idiomas y esperanzas… para luego colarlas por un filtro que determina quién limpia letrinas y quién colecciona arte. Porque en Nueva York todos son iguales… pero algunos pagan el alquiler con la AmericanExpress y otros con sangre, sudor…y propinas.
Es evidente que si en Nueva York no triunfas, es porque no te esforzaste lo suficiente. Pero no te preocupes. Siempre podrás hacerte un selfie en Times Square mientras una pantalla gigante te recuerda que puedes comprar felicidad pagando en cómodas cuotas.
La Gran Manzana ha sido y es un gigantesco plató de cine urbano. Encuadrada, iluminada, embellecida hasta la hipnosis, aquí cada esquina evoca a alguna “celebrity”. Cada calle te promete que tú también puedes ser alguien, siempre y cuando luzcas bien y sepas caminar con ritmo mientras suena jazz de fondo.
Woody Allen la romantizó con humor, Scorsese la ensangrentó con clase, y Marvel la convirtió en un campo de batalla apocalíptico. Nueva York lo ha sido todo en la pantalla. Y eso nos hizo creer que entenderla era quererla. Pero lo que entendemos era y sigue siendo una postal, un plano de rodaje. El resto es sombra. Gentrificada, dramatizada, musicalizada… pero siempre rentable.
Esa filmografía interminable ha vendido una ciudad que no existe más que en la retina: romántica, multicultural y entrañable. Nos han hecho creer que en esa selva de hormigón, cristal y acero todo es posible, salvo escapar del alquiler o vivir sin estrés ni deudas.
Su relato de cosmopolitismo olvida mencionar que muchos acaban al fondo del gueto mientras unos pocos flotan en nata batida y privilegios. Han conseguido hacernos olvidar que el clasismo y el racismo son consustanciales a la cultura anglosajona y neerlandesa que fundó esta ciudad tras estafar y expulsar a los indígenas originarios.
Nueva York no es solo urbanismo ni arquitectura. No construye edificios, sino narrativas. Que nadie espere aquí encontrarse con el mito. El que nos vendieron en las películas, en los teatros de Broadway, las canciones de Sinatra, en los videoclips de Jay-Z o en el café humeante de Friends. No es una ciudad, es un parque temático, un decorado global donde el éxito es una fachada de cristal (o de cartón piedra) y la miseria humana se filtra por las grietas.
Ponemos fin a este paseo por la metrópolis del Mundo Libre, aunque nadie aquí parezca demasiado libre.
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