Durante décadas, los análisis internacionales producidos desde la prensa oficialista y los grandes consorcios mediáticos de Occidente han estado atrapados en una jaula dorada de clichés y prejuicios. Convencidos de que su marco interpretativo era el único válido, muchos analistas han desestimado visiones alternativas, confiando en un norte-atlantismo y eurocentrismo que hoy los deja desnudos ante la realidad. Con la llegada de la segunda Administración Trump, el desconcierto es absoluto: los diagnósticos fallan, las previsiones se desploman y la confusión reina. No es que el mundo se haya vuelto indescifrable, sino que quienes solían explicarlo e imponer su narrativa nunca aprendieron a leerlo fuera de sus propios códigos.
El problema no es nuevo, pero se ha vuelto insostenible. A muchos se les está desmoronando su marco de creencias y referencias asumidas durante las últimas décadas. La política internacional ha cambiado de forma acelerada y los paradigmas que gobernaban el análisis desde Occidente – con su confianza en un orden liberal universal y la inevitabilidad del supuesto progreso capitalista y democrático – han demostrado ser incapaces de comprender el presente.
La perplejidad ante el ascenso de China, la resiliencia de Rusia, el auge de potencias regionales en el Sur Global (India, Brasil, Turquía) y, sobre todo, la transformación interna de Estados Unidos cuyo síntoma y no causa es Trump, son señales de un vacío hermenéutico: muchos en Occidente han perdido la brújula porque nunca entrenaron su mirada en perspectivas historiográficas que no fueran las propias, como ya en su momento denunció atinadamente Samir Amin en su obra El eurocentrismo. Crítica de una ideología (Siglo XXI Editores, 1989).
Trump y el colapso del relato europeo sobre Estados Unidos
Trump no debería haber supuesto una sorpresa. Su retorno al poder no es una anomalía ni un accidente de la historia, sino la expresión de fuerzas sociales, económicas y políticas que llevaban años en ebullición dentro de Estados Unidos, por lo menos desde el conato populista que supuso el Tea Party dentro del Partido Republicano en 2009. Sin embargo, en Europa, muchos analistas siguen aferrados a la idea de que el trumpismo es un fenómeno pasajero, una distorsión que en algún momento corregirá el “verdadero” espíritu liberal estadounidense. Lejos de ello, lo que está sucediendo en Europa con la denominada alt-right es un fenómeno populista bastante análogo, ante la intemperie en que ha dejado la globalización liberal a amplias capas sociales, sobre todo las clases trabajadoras.
El error de muchos observadores occidentales, sobre todo europeos, ha sido suponer que Estados Unidos es o debe ser, en el fondo, una extensión de Europa: un país esencialmente liberal, multilateralista y defensor del orden internacional basado en “normas”. Una parte de la sociología estadounidense no es así ni nunca fue así. Al revés, si por algo destacó en el pasado el hegemón norteamericano fue por encarnar un nacionalismo duro, un aislacionismo pragmático y un supremacismo económico global sin ambages. Lo que sucede es que con el trumpismo esa voluntad de poder ya no se disimula bajo los viejos lenguajes de la diplomacia global que tan bien encarnaban en los últimos tiempos los Clinton, Obama y Biden.
Europa, en su afán de ver a Estados Unidos como su “hermano mayor”, ha fracasado en comprender la diversidad de tradiciones políticas dentro de ese país, muchas de las cuales -desde el populismo jacksoniano hasta el aislacionismo de los años 30- han sido históricamente hostiles a los ideales europeos. Estados Unidos tiene una matriz fundacional europea, qué duda cabe, pero se funda para corregir y superar a Europa, no para seguirla ni tutelarla indefinidamente.
El eurocentrismo como obstáculo para entender el mundo
Este mismo error analítico se ha repetido en la forma en que Occidente observa al resto del mundo. La insistencia en interpretar la política internacional a través de categorías propias -democracia versus autoritarismo, modernidad versus atraso, cooperación versus conflicto- ha conducido a diagnósticos maniqueos, simplistas, y en última instancia equivocados e ineficaces. La creciente influencia de China no se puede entender solo en términos de “expansionismo”, ni la resistencia de Rusia únicamente como un “revisionismo imperialista”.
Del mismo modo, el ascenso de potencias como India, Brasil o Turquía no responde a la lógica de bloques establecida en la Guerra Fría, sino a una dinámica mucho más compleja de competencia, alianzas estratégicas cambiantes y reconfiguración del poder global. Es lo que algunos analistas, más certeros, han dado en llamar un mundo “multipolar”, que desde luego no es ni será eurocéntrico, aunque Europa -si juega las pocas cartas que le quedan y sale del callejón sin salida en el que se ha metido ella sola- pueda constituirse como un polo firme y necesario.
La intelectualidad orgánica europea, atrapada en su propia narrativa, sigue creyendo que el mundo se mueve en dirección a un ideal liberal que inevitablemente se impondrá con el tiempo. Pero la realidad desmiente esta visión: el orden internacional ya no es unipolar ni sigue la lógica de las instituciones internacionales que reflejaron el poderío occidental encarnado en la Pax Americana sucesora de la Pax Britannica (Bretton Woods con el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial; las Naciones Unidas o la Organización Mundial del Comercio).
El orden de 1945 y todavía más el salido tras la disolución de la URSS en 1991 era cómodo y estable, pero ha sido periclitado. No se trata solo de que el poder se esté desplazando hacia otras regiones, sino de que las reglas de juego también están cambiando y con ellas las instituciones y organismos internacionales. Algunos en Occidente no comprenden este cambio de reglas que se está operando, porque se educaron y permanecieron cómodamente anclados en los esquemas de un mundo predecible, el bipolar de la Guerra Fría, y luego en el orden unipolar posterior, y no han sabido ni atender ni estudiar otras fuentes y experiencias que ofrecían perspectivas ajenas a las suyas.
Descolonizar el análisis internacional
Si Occidente quiere recuperar su capacidad de interpretar el mundo, necesita un cambio profundo en su enfoque. Es urgente abandonar la comodidad de los esquemas tradicionales y ejercitarse en miradas complementarias y alternativas, que provengan de otras tradiciones intelectuales, otros contextos históricos y otras experiencias políticas. Las ciencias sociales, la historia y el pensamiento estratégico del Sur Global tienen mucho que aportar, pero para ello es necesario abandonar la arrogancia del saber unilateral producido desde determinados centros de poder y de influencia intelectual de Occidente, incluyendo universidades y grandes medios de comunicación.
El desafío para los analistas internacionales es colosal pero apremiante si se quieren adaptar a la nueva coyuntura: deben aprender a leer el mundo sin la presunción de que su marco conceptual es universal y superior. Esto se aprende saliendo más de Europa (el supuesto “jardín de Borrell”) y creando redes de contacto que ofrezcan una verdadera interacción con profesionales de ámbitos interdisciplinares que aporten visiones y marcos de referencia diferentes. Incluso desde el mundo de la diplomacia debería hacerse un gran esfuerzo en este sentido, habida cuenta de que muchos diplomáticos en realidad permanecen en sus destinos no occidentales recluidos en burbujas occidentales sin una verdadera interacción con la realidad circundante.
Como afirma James Blaut, en su obra The Colonizer’s Model of the World: Geographical Diffusionism and Eurocentric History (1993), es decepcionante comprobar como muchas narrativas occidentales siguen distorsionando la historia general del mundo al minimizar las contribuciones de otras civilizaciones. La obra de Blaut resulta de mucho interés traerla a colación aquí porque destaca cómo el eurocentrismo ha sido utilizado para justificar la expansión colonial y la dominación imperialista de Europa sobre otras partes del globo. Blaut desmantela la narrativa que presenta a Europa como la cuna de la civilización moderna, ignorando o minimizando los logros de civilizaciones en África, Asia y América. Argumenta que muchos historiadores occidentales han asumido la premisa de que Europa es el centro de la historia del mundo, lo que ha llevado a un sesgo interpretativo que desconoce las influencias y logros de otras culturas.
Algunas pautas para adaptarse
Sin ánimo de ser exhaustivo, la problemática anterior puede corregirse atendiendo a algunas simples pautas a la hora de examinar las cuestiones internacionales. En primer lugar, fundar el análisis en un realismo práctico. Esto implica abandonar las teorías idealistas del mundo internacional trufadas de universalismo liberal en las que subyace una visión hegemonista de Occidente que ya no casa con las realidades fácticas. Es preferible hacer análisis concretos sobre intereses en juego que son cambiantes. Nadie ha entendido y explicado mejor el alcance del realismo internacional que John Mearsheimer, en toda su obra, pero particularmente en The Great Delusion: Liberal Dreams and International Realities (Yale University Press, 2008), donde explica por qué el liberalismo occidental ha fallado en su intento de preservar el orden global.
Tras la derrota del wokismo, Estados Unidos ha regresado al realismo y ha vuelto a dar una lección magistral al resto de Occidente. Trump y el trumpismo en particular, tan denostados por tantos intelectuales occidentales, han demostrado capacidad no sólo para regresar al poder aprovechando todas las debilidades y contradicciones del sistema, sino también mucho pragmatismo a la hora de leer el nuevo contexto mundial. Esto ya lo supo ver Edward Luce en The Retreat of Western Liberalism (2017) analizando cómo la polarización política, la desigualdad económica y el populismo traen causa del desgaste de las instituciones liberales. Particular mención merece su crítica al Establishment y a la falta de soluciones a la desigualdad económica que alimentó el descontento popular y contribuyó a la llegada del primer Trump, con medidas proteccionistas, nacionalistas y anti-establishment.
En general, los anglosajones siempre lo han hecho así porque como es sabido, ellos no tienen amigos, sólo intereses. En sentido cómico, pero no por ello menos certero, aconsejo ver algunos fragmentos de la formidable serie televisiva Yes Minister (1980-1984) y su secuela Yes, Prime Minister (1986-1988), una de las mejores sátiras políticas. Su precisión en la descripción del funcionamiento político anglosajón ha sido elogiada por políticos reales, incluido Margaret Thatcher, quien era fan de la serie.
A través de sus capítulos se hace notar el contraste entre la visión idealista del político (Jim Hacker) y el pragmatismo cínico del burócrata (Humphrey Appleby). La serie refleja descarnadamente el doble lenguaje típicamente anglosajón, y retrata a la perfección cómo desde Londres se ha visto a la UE -entonces la Comunidad Económica Europea (CEE)-, como una organización altamente burocrática, con normativas complejas y procesos oscuros, en la que los países europeos colaboran en apariencia, pero en realidad persiguen sus propios intereses nacionales. Una entelequia que sólo es útil para los burócratas porque les proporciona más poder, reuniones y oportunidades de influencia sin rendir cuentas al electorado. Las intuiciones que desliza la serie británica son ya una palmaria realidad observando las maniobras de Von der Leyen.
A pesar de haber transcurrido más de 30 años, y acontecido el Brexit, pueden verse retazos de mucho realismo en esta serie televisiva que muestra cómo los políticos británicos adoptaban una postura pro-europea en público mientras que en privado expresaban dudas o rechazaban la influencia de Bruselas. El último movimiento oportunista de Londres, a través del laborista Starmer, hay que verlo en esta línea, orquestando desde fuera de la UE una política común europea al margen de Washington para tratar de tutelar a Kiev, ante el desconcierto de Bruselas, la pájara que padece Berlín desde que Merkel dejó de ser Canciller y el declive de Macron, el pequeño Napoleón y criatura de la Banca Rothschild.
En este sentido, la posición de Europa occidental ha resultado ser de un cinismo absoluto por parte de una clase política ya demasiado desacreditada (incluido por supuesto Sánchez) y dispuesta a perseverar en sus errores estratégicos. Las únicas excepciones serían la Italia de Meloni, la Hungría de Orbán y la Eslovaquia de Fico. Se irán sumando excepciones, como los Países Bajos de Wilders. El resto se han quedado atrapados en un viejo vasallaje a Washington con rémoras eurocéntricas que no casan con la estructura económica mundial. Los errores se han pagado muy caros y se va a seguir pagando en términos de seguridad industrial, energética y tecnológica.
La UE ha pretendido defender intereses ajenos, como el hecho de haberse expuesto demasiado a los riesgos derivados de un conflicto como el de Ucrania -un país extremadamente corrupto, dicho sea de paso-, que además no es miembro de la UE ni de la OTAN. Carece del más mínimo sentido lógico y prudencial haber puesto en grave riesgo la seguridad industrial y energética de Europa occidental por una cuestión étnica, social y territorial eslava relativa a un territorio como el Donbás que no pertenece a un país miembro de la UE ni de la OTAN. Máxime teniendo en cuenta que la UE no veló diligentemente en su momento por el cumplimiento de los Acuerdos de Minsk (2014-2015) y que tampoco promovió una resolución del conflicto que a punto estuvo de materializarse en Estambul en abril de 2022 y que Londres arteramente desactivó haciendo promesas a Kiev que Zelenski se creyó.
Por si todo esto no fuera suficiente, ahora la UE, además, se niega a buscar una solución negociada al contencioso del Donbás y a la vez se opone a que Estados Unidos lo haga con sus propios métodos. Bruselas se ha quedado literalmente “colgada de la brocha”. Dado que importan mucho más los hechos que las palabras, el problema de los discursos de la UE es que no valen nada sin autonomía estratégica (industrial, digital y tecnológica), y esta debe tener como presupuesto una capacidad militar real. Por tanto, la primera lección es fundar el análisis internacional en un marco de realismo práctico.
En segundo lugar, cualquier análisis internacional tiene que pasar por datos económicos que permitan valorar, ponderar, las dinámicas en curso. La pérdida de peso relativo de Occidente en el entorno económico global y más acusadamente de Europa occidental es inapelable y determinante para entender todos los procesos que están aconteciendo. Aunque la cuota de Estados Unidos en el PIB mundial ha disminuido del 29% al 26% en los últimos 45 años, la de la UE ha caído del 24% al 17% en el mismo período.
Es natural que Estados Unidos no desee recorrer ni emular el declive europeo a todos los niveles. El hegemón norteamericano tiene mecanismos y recursos de sobra para seguir subordinando a Europa occidental sin asumir algunos costes que ello acarreaba, a la par que puede centrarse en objetivos y metas más relevantes para su futuro, que pasan inexorablemente por el contexto de la región del Indo-Pacífico. De hecho, Estados Unidos, a través del Comando del Indo-Pacífico (USINDOPACOM) abarca una vasta área desde la Antártida hasta el Ártico, incluyendo países clave como China, India, Japón y Australia. Este comando supervisa más del 50% de la superficie mundial y alrededor del 60% de la población global.
El análisis tiene que ser realista, económico, pero también coyuntural y dialéctico-crítico: aunque en la politología contemporánea ya no se habla de imperios, sí hay bloques o entes formales e informales, y hay zonas de seguridad o áreas de influencia trazadas fuera del marco eurocéntrico, que por cierto fue muy pernicioso para la configuración de amplias regiones del mundo, como la Conferencia de Berlín para África (1884-1885) o el Acuerdo Sykes-Pikot para Oriente Próximo (1916).
Un apunte para España
El análisis realista es siempre de parte, nunca abstracto, genérico o pretendidamente objetivo. En España se ha de hacer preferentemente como españoles, no como “europeos” u “occidentales”. Y como españoles tenemos unas prioridades, amenazas, desafíos, riesgos y problemas concretos, quizá compartidos algunos con otros países europeos. Pero nuestra condición objetiva es única. Esto hace que nuestra política exterior deba acomodarse a nuestra situación económica y a nuestro propio proyecto nacional -si es que lo tenemos- y no camuflar nuestra ausencia de proyecto nacional con estructuras de intereses que en muchos casos son completamente ajenas o extrañas y a veces incluso contraproducentes.
Un ejemplo de los criterios anteriores se podría poner con el supuesto paraguas de la OTAN y la cobertura que darían los muy repetidos artículos 5 y 6 del Tratado de Washington. Si efectivamente no cubre Ceuta y Melilla frente a las pretensiones de Marruecos, entonces España no debería pintar nada en el Báltico o Europa oriental defendiendo a socios que no asumirían en la práctica el apoyo a la defensa de nuestros intereses reales. El realismo internacional ha de fundarse en la reciprocidad y no en una solidaridad mal concebida. Nuestra amenaza directa es Marruecos y no Rusia, a la que por cierto muchos países europeos, incluida España, sigue financiando, comprando el gas ruso a través de ciertas triangulaciones comerciales. Si España decide actuar fuera, debe ser únicamente a cambio de garantías y contraprestaciones efectivas, empezando por instar la modificación de los mencionados artículos del Tratado para que incluyan expresamente todos los territorios de soberanía española.
Otro ejemplo es la colonia británica de Gibraltar, una situación inaceptable para un país como España, que no sólo representa una humillación y subordinación permanente de España hacia Reino Unido, sino también un daño socioeconómico de gran alcance para la región del Campo de Gibraltar que debería ser calculado, denunciado internacionalmente por los cauces judiciales correspondientes e indemnizado. La sumisión diplomática sobre este punto es indicativa de la posición tan servil en la que se encuentra España. Resulta incomprensible que en España se hable más de asuntos ajenos, como las problemáticas eslavas y de las repúblicas bálticas, y no se hable con más énfasis y determinación de lo que es una afrenta al derecho internacional por parte de Gran Bretaña.
Nuestra prioridad debería ser Iberoamérica y no inmiscuirse en litigios ajenos como las cuitas internas del mundo eslavo-báltico. En el caso de Oriente Medio, tendría más sentido seguir una línea arabista en continuidad con Franco y el Rey Juan Carlos. Se está dilapidando ese capital diplomático a través de una UE cómplice de intereses ajenos como lo es la causa sionista (Israel no es miembro de la UE), cuya ocupación ilegal del territorio y excesos de violencia, además, están siendo investigados por la Corte Internacional de Justicia, un organismo del mundo liberal-occidental no respetado siquiera, precisamente, por los mismos que presumen de valores occidentales pero que callan o incluso justifican infracciones sistemáticas del derecho internacional humanitario contra la población civil palestina.
De hecho, es tal la hipocresía de tantos representantes políticos europeos, supuestos adalides de un “orden basado en reglas” (liberal-occidentales) que la UE resulta bastante arbitraria a la hora de hacer negocios con según qué regímenes autocráticos, puesto que con Arabia Saudí, Catar o Emiratos, esa Europa occidental, liberal y atlantista no tiene ningún problema en relacionarse e incluso plegarse, aunque luego cierta derecha liberal y atlantista europea, como la española por lo general, exhiba una moralidad maximalista en lo atinente al régimen de Venezuela.
El realismo práctico nos enseña que la política exterior debe estar basada primeramente en la soberanía nacional efectiva (económica, industrial y tecnológica) y una política comercial multivectorial, dialogante, pero no maximalista. El comercio es un instrumento facilitador de la paz y estabilidad, acompañado de la disuasión también comercial (para obtener reciprocidad) y en última instancia la disuasión militar. En esta línea, aunque resulte paradójico para algunos, la Administración Trump está actuando con realismo práctico, usando distintas herramientas de política comercial para reequilibrar situaciones subóptimas y frenar la pérdida de influencia del todavía hegemón.
La segunda Administración Trump es un recordatorio de que Occidente ya no dicta las reglas del juego, ni siquiera dentro de su propio espacio cultural, en el que ha incurrido en demasiadas contradicciones. Si no quiere seguir atrapado en la confusión y la zozobra intelectual, necesita urgentemente ampliar su horizonte y desaprender muchos de sus reflejos analíticos. Porque el mundo, simplemente, ya no es el que ellos creían.
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