Cómo y por qué caerá el dólar estadounidense

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Shanghai Stock exchange. Foto 螺钉 - Own work, CC BY-SA 3.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=23875806

El poder de Estados Unidos desde la Segunda Guerra Mundial se ha basado en su dominio monetario y financiero derivado del hecho de que el dólar es la moneda de reserva. Como su divisa es la moneda utilizada mayormente para liquidar las cuentas comerciales internacionales, todos los países, sus bancos y empresas, han requerido grandes cantidades de dólares para funcionar en la economía global.

Desde el acuerdo de Bretton Woods en 1944 y el acuerdo del petrodólar en 1945, el dólar ha disfrutado de un estatus preeminente en todo el mundo, especialmente para el comercio internacional. Esto creó una enorme demanda de dólares en el extranjero y permitió a Estados Unidos exportar inflación, gastar más allá de sus posibilidades y dejar que los extranjeros absorbieran el exceso.

Estados Unidos contaba para entonces con recursos económicos y financieros suficientes como para cumplir el nuevo rol de principal acreedor del sistema, al cual accedió conservando su mercado abierto a las importaciones, concediendo cuantiosos préstamos a largo plazo y facilitando subvenciones para los países deudores. También instauró una política para dar liquidez en el corto plazo como respuesta al inestable panorama extranjero, tal como expone Benjamin J. Cohen, en su trabajo “Bretton Woods system”, en la obra de R.J. Barry Jones (ed.), Routledge Encyclopedia of International Political Economy (Routledge, 2002).

Para entender debidamente las causas, hay que ir a los años 60, en plena Guerra Fría. Una época en la que la Reserva Federal creó miles de millones de dólares para sostener los compromisos presupuestarios del gobierno estadounidense, entre ellos, los recurrentes déficits provocados por la mal llamada “Guerra de Vietnam” (la “Guerra Americana”, según los vietnamitas). Washington estuvo explotando su estatus de reserva monetaria para imponer un derecho de monedaje a sus acreedores extranjeros, imprimiendo más dólares de forma muy parecida -en palabras de Niall Ferguson- a como los monarcas medievales habían explotado su monopolio de acuñación para depreciar la moneda (El triunfo del dinero, Debate, 2009, pp. 328-329).

En ese momento, cabe recordar que todavía todas las monedas principales se podían canjear por dólares y los dólares se podían canjear a su vez por oro. Cuando esta política condujo a una suerte de corralito del oro, el presidente Nixon puso fin al patrón de cambio dólar-oro (1971), con lo que se suponía era una medida temporal que no fue tal. Washington cortó así el último vínculo que quedaba con el patrón oro, poniendo fin a la convertibilidad del dólar en oro.

Una vez roto el vínculo entre el dólar y el oro, Nixon liberó a la Reserva Federal para que pudiera emitir más dinero, ampliando enormemente la oferta monetaria. Comenzó así la era del dinero fíat. Henry Kissinger negoció entonces un acuerdo con Arabia Saudí en el que, a cambio del apoyo diplomático y militar de Estados Unidos, los saudíes utilizarían dólares para sus transacciones en el mercado petrolero internacional (1973).

El petrodólar y la arquitectura monetaria internacional se convirtieron en la columna vertebral del estatus de moneda de reserva del dólar. Esto implicaba que los exportadores de crudo arábigos realizarían todas las transacciones petroleras en dólares con el compromiso de destinar esos excedentes acumulados hacia la compra de bonos del Tesoro estadounidense. El “petrodólar” es por consiguiente una de las principales razones por las que el dólar ha mantenido su estatus de moneda de reserva mundial hasta la fecha.

De esa forma, los bancos occidentales se apresuraron a “reciclar” los superávits crecientes de los países exportadores del petróleo. Unos capitales que, canalizados hacia países del llamado “Tercer Mundo” -por vía de la deuda externa y bajo las directrices del FMI y del BM- se destinaron como préstamos obligando así a los países deudores a llevar a cabo “programas de ajuste estructural”, una política que en los años 90 cristalizaría en el Consenso de Washington.

Como relata John Perkins en su famoso libro Confesiones de un sicario económico, el objeto de esos préstamos del FMI y BM era básicamente asegurar que los países deudores quedaran atados a esa deuda y a los productos suministrados por las multinacionales estadounidenses, es decir, creando situaciones en los deudores para que el máximo número de recursos fluyeran a Estados Unidos (Confessions of an Economic Hitman, Nueva York, 2004, p. 11).

Un excelente recorrido de los fundamentos del que ha sido el orden monetario internacional contemporáneo puede leerse en el tratado del profesor Beethoven Herrera, Globalización financiera: banca, regulación, crisis (U. Externado, 2017, en particular el capítulo 5º, pp. 621-688), quien hace notar que el sistema creado tras la Segunda Guerra Mundial, “no ha evolucionado como lo demanda la globalización, y resulta evidente que las instituciones han mostrado ser ineficientes (…) para reconocer la aparición en el escenario global de nuevos actores que deben ser incluidos en el proceso de planeación del funcionamiento económico internacional” (p. 627).

En efecto, puede compartirse el juicio crítico de que el sistema monetario internacional conformó un modelo unipolar (angloamericano y dólar-céntrico) de gobernanza que ha acabado desbordándose con el transcurso del tiempo, aunando a su alrededor -en la periferia del sistema-, a cada vez más potencias insatisfechas con el mismo, hoy encarnadas en el llamado “Sur Global”, y en los BRICS+, bloque en el que nos detendremos después.

Por eso llama la atención que desde la narrativa occidental no se haya reparado lo suficiente en el acontecimiento quizá más significativo de 2023, que por sus connotaciones en el largo plazo ha sido sin duda el movimiento de Arabia Saudí hacia la aceptación de monedas distintas al dólar estadounidense para los pagos de petróleo. Un ejemplo lo encontramos en la firma del acuerdo entre Arabia Saudí y Brasil para aceptar la moneda brasileña en lugar de dólares para las compras de petróleo. Si los saudíes suscriben acuerdos similares con otros países BRICS+, como también han hecho con China, se acelerará el fin del reinado del dólar como moneda de reserva. A este punto volveremos después.

El dominio financiero del dólar estadounidense está desafiado por una combinación excepcionalmente negativa de políticas internas y externas, y los estadounidenses, junto al resto de occidentales que vamos detrás, deberíamos estar profundamente preocupados por las consecuencias sistémicas si el dólar pierde su reinado de 80 años como moneda de reserva mundial. Veamos porqué.

El problema de la deuda estadounidense

La vinculación del dólar a los mercados de hidrocarburos y el “reciclaje” de los superávits en dólares en los circuitos de Wall Street es la principal razón que básicamente ha garantizado la gran demanda internacional de dólares, permitiendo a Estados Unidos disfrutar del creciente déficit presupuestario y comercial. En efecto, el dólar como moneda de reserva mundial ha posibilitado a Estados Unidos hasta la fecha pagar sus cuentas imprimiendo deuda y dinero masivamente.

Sin embargo, los efectos a largo plazo de la enorme deuda nacional estadounidense son un aspecto que puede contribuir a la desconfianza en el dólar. La deuda actual de más 34 billones de dólares crecerá hasta 115 billones de dólares en los próximos 30 años. Según un estudio de Penn Wharton Budget Model (PWMB), de 6 de octubre de 2023, titulado “When does federal debt reach unsustainable levels?”, Estados Unidos tendría alrededor de 20 años para tomar medidas correctivas, después de los cuales ningún aumento de impuestos o recortes de gastos futuros podría evitar que el gobierno incumpla su deuda, ya sea explícita o implícitamente (es decir, que la monetización de la deuda produzca una inflación significativa). A diferencia de los incumplimientos técnicos en los que los pagos simplemente se retrasan, este incumplimiento sería mucho mayor y repercutiría en las economías estadounidense y mundial.

Por tanto, Estados Unidos, según la estimación anterior, tendría hasta 2043 aproximadamente para corregir el rumbo de su economía antes de entrar en una fase de no retorno, si bien PWBM estima que se podría sostener una relación deuda-PIB máxima del 200%, por lo que todavía Estados Unidos tendría todavía un amplio margen para seguir endeudándose.

De momento, ni el Congreso norteamericano ni la Administración Biden se han negado a recortar el gasto presupuestario. Ni siquiera pueden dejar de invertir miles de millones en la guerra de Ucrania, que parece haberse convertido en un callejón sin salida, a pesar de que una clara mayoría de los estadounidenses se opone a este gasto cuando internamente crece la desigualdad social y la frontera con México está desprotegida y no paran de entrar inmigrantes y drogas.

Al utilizar sus superávits comerciales con Estados Unidos para comprar bonos del Tesoro estadounidense, numerosos países extranjeros han estado financiando indirectamente el déficit presupuestario y las guerras estadounidenses en las últimas décadas. Pero el riesgo latente es que la demanda externa de deuda estadounidense pueda disminuir en el momento en que cambie masivamente la moneda en la cual la mayoría de los países, o al menos, un grupo suficiente de potencias medianas, liquiden sus transacciones más importantes. Y es justamente lo que ya se está observando con cierta nitidez, a pesar de la poca atención que este fenómeno recibe en las terminales mediáticas occidentales.

La consecuencia paradójica es que la oferta de dólares aumenta, pero su demanda real cae. Esto significa una caída en el valor de cambio del dólar, provocando un aumento en los precios de las importaciones. Como muestra la historia económica, las peores inflaciones suelen ser causadas por la caída del tipo de cambio de una moneda, porque es una inflación que el banco central no puede combatir fácilmente.

¿Hacia un cambio de orden monetario?

Ahora bien, un hipotético cambio de orden monetario hegemónico no sería rápido ni drástico. El hundimiento de Estados Unidos, como cualquiera de los imperios que han dominado la faz del planeta, no será de un día para otro. Sus estructuras de poder tienen herramientas suficientes para reequilibrar y frenar rápidamente algunas dinámicas, o para fagocitar si hace falta a las economías asociadas o aliadas, como precisamente está haciendo Estados Unidos con la Unión Europea desde 2022, tanto en el mercado energético como en el mercado armamentístico. A lo que suma el absoluto monopolio que gozan sus tecnológicas en los mercados de servicios digitales europeos, fundamental para el dominio de la economía de datos.

Hace tiempo que ya no se sostiene la tesis del Robert Kagan en su ensayo Poder y debilidad (Taurus, 2003) acerca de las supuestas relaciones de tensión entre Europa y Estados Unidos, a propósito de la política exterior del último. Se trataba de un análisis conservador según el cual la tendencia norteamericana hacia el unilateralismo y la preferencia europea por el multilateralismo surgían de la brecha de poder entre ambos. Si bien cabe admitir que hubo un momento en que esto pudiera haber sido así (o al menos parecido), en la actualidad la Unión Europea de Von der Leyen, Lagarde y Borrell ha terminado, en la práctica, completamente subordinada a la OTAN (financiada mayormente por Estados Unidos) y con un rol geopolítico cada vez más empequeñecido o incluso minúsculo, al anteponer los intereses de Washington a los suyos propios, si es que todavía puede entenderse que hay unos intereses comunes dentro del eje franco-germano (el resto orbitan alrededor) y una agenda diferente de la que marca Washington y su escudero británico.

En lo que sí conserva razón Robert Kagan es en la afirmación de que Estados Unidos puede responder a los retos estratégicos sin demasiada ayuda de Europa, “por mucho que Europa pueda ofrecer o no en términos de apoyo político y moral, ha tenido bien poco que ofrecer a Estados Unidos en términos de estrategia militar desde el final de la Guerra Fría” (p. 149). De hecho, ha mantenido la estabilidad estratégica en Asia sin ayuda de Europa, y en las sucesivas crisis en Oriente Próximo y el Golfo Pérsico. Lo hemos visto recientemente, desde el pasado mes de enero, en la operación Guardián de la Prosperidad, en el Mar Rojo, en la cual la ayuda europea no ha pasado de ser simbólica o testimonial.

Volviendo al tema que nos ocupa, lo cierto es que Estados Unidos tiene capacidades de sobra para presionar a los bancos centrales japonés, europeo e inglés a imprimir sus monedas para comprar dólares, amortiguando así la caída del dólar. Es decir, antes de una eventual caída del dólar, asistiríamos al hundimiento de las economías europeas, japonesa y británica. En otras palabras, la difícil situación del dólar se extenderá probablemente por todo Occidente.

La militarización del dólar

Además de los factores anteriores, la “militarización” del dólar por parte de Washington, ha enseñado a otras potencias que este uso coercitivo de sistema monetario internacional puede comprometer seriamente la independencia y las políticas económicas y comerciales soberanas. El rechazo del dólar también se debe pues, en gran parte, al resentimiento por la “conversión militar” del estatus de moneda de reserva del dólar. El gobierno estadounidense utiliza la posición de moneda de reserva del dólar para obligar a otros países a cumplir con sus políticas de sanciones contra el país que sea designado como “enemigo”.

El momento decisivo fue en febrero de 2022, cuando más de 300.000 millones de dólares en reservas extranjeras rusas fueron congeladas por los países del denominado “Occidente colectivo” (USA+UK, G-7, OTAN, UE). Las sanciones económicas (como la expulsión de los bancos del enemigo del sistema SWIFT) son de facto un acto de guerra, por lo que, al obligar a otros países a seguir las sanciones estadounidenses, éstos son arrastrados a conflictos que pueden no responder a sus intereses nacionales, como en cierto modo se ha visto con la Unión Europea, golpeada por el efecto boomerang de las sanciones, y especialmente Alemania, que ha quedado en recesión y con una industria muy perjudicada.

El dólar es esencial para la proyección del poder global de Estados Unidos, por lo que la erosión del estatus de la divisa americana como moneda de reserva global es sin duda un problema grave para las estructuras de poder estadounidense (Casa Blanca, Reserva Federal, Pentágono, Wall Street). En efecto, la participación en dólares de las reservas globales fue del 73% en 2001, el 55% en 2021 y el 47% en 2022, año en el que la participación en dólares cayó 10 veces más rápido que el promedio de las últimas dos décadas. No sería descabellado suponer que si la tendencia continua, sea posible proyectar una participación global del dólar alrededor del 40% para finales de 2024, coincidiendo con las próximas elecciones presidenciales de Estados Unidos.

Los BRICS empujan la desdolarización

No se puede perder de vista que más del 70% de los acuerdos comerciales entre Rusia y China utilizan ya el rublo o el yuan. Rusia y la India comercian petróleo en rupias. Y el Banco Bocom BBM, de Brasil, se ha registrado como participante directo del Sistema de Pago Interbancario Transfronterizo (CIPS), que es la alternativa china al sistema de mensajería financiera occidental, SWIFT. La CNOOC de China y la francesa Total firmaron asimismo el año pasado su primer comercio de GNL en yuanes a través de la Bolsa de Petróleo y Gas Natural de Shanghái.

Poco a poco los países del BRICS+ (que suma ya 10 miembros) van desdolarizando progresivamente la economía mundial, auténtica misión del bloque sin la cual el resto de los planes de cooperación económica no pueden ser satisfactoriamente alcanzados. La pujanza de los BRICS lo demuestran las cifras del FMI que revelan que los cinco países fundadores contribuyen actualmente con el 32,1% al crecimiento global, en comparación con el 29,9% del G-7.

Con Irán, Arabia Saudí, Etiopía, Egipto y Emiratos Árabes Unidos como miembros ya de pleno derecho en 2024, está claro que los actores clave del denominado “Sur Global” están comenzando a centrarse en reformular el orden monetario y financiero internacional, focalizándose en reducir la hegemonía occidental, cuyo centro de poder económico es netamente angloamericano. Las posibilidades de los BRICS+ se incrementarán sustantivamente si en 2025 se abren a Turquía, Indonesia o México, como posibles nuevos miembros.

Ejemplos de esta tendencia sobran, con más o menos trascendencia, pero los diversos movimientos que se están efectuando marcan un determinado rumbo que sólo está comenzando. Una muestra es el reciente acuerdo en yuanes entre Rusia y Bangladesh para la construcción de la central nuclear de Rooppur, o el comercio bilateral entre Rusia y Bolivia sin dólares, lo cual es crucial habida cuenta de que Rosatom es una pieza clave del desarrollo de los depósitos de litio en Bolivia. India también está presionando para que sus socios comerciales comercien en rupias en lugar de dólares estadounidenses.

A ello se suma la cooperación de Riad con Moscú en el seno de la OPEP+, en paralelo al entendimiento facilitado por China entre Irán y Arabia Saudí. El acercamiento entre ambas potencias regionales también implica una relación mucho más estrecha entre el Consejo de Cooperación del Golfo (CCG) en su conjunto y la asociación estratégica Rusia-China. El CCG representa más del 25% de las exportaciones mundiales de petróleo (Arabia Saudí representa solamente el 17%). Y más del 25% de las importaciones de petróleo de China provienen de Riad.

Por tanto, es de esperar que lo anterior se traduzca en funciones complementarias (en términos de conectividad comercial y sistemas de pago) para el Corredor Internacional de Transporte Norte-Sur (INSTC), que une Rusia-Irán-India, y el Corredor Económico China-Asia Central-Asia Occidental, un elemento clave del plan de infraestructura y comercio de la “Iniciativa de la Franja y la Ruta” (BRI).

El siguiente movimiento, después de los acercamientos diplomáticos y comerciales, será conseguir una mayor integración económica y una gobernanza institucional “multipolar” al margen de los organismos controlados por Washington (FMI y BM). Lógicamente, Estados Unidos hará todo lo posible, y lo está haciendo, para evitar los frutos de esa cooperación que, aunque se remonta a años atrás, se ha visto intensificada a partir de 2022.

Materias primas y finanzas

Los BRICS tienen considerables materias primas en sus territorios, pero el G7 controla las finanzas globales. Por tanto, la jugada esperable es que al mismo tiempo que las potencias altermundistas desplacen el dólar, vayan construyendo monedas, mercados de capitales y redes de pago sustitutivas, que permitan una efectiva desdolarización.

La transición no es fácil, sobre todo porque Washington tiene una formidable capacidad coactiva a través de sus programas de sanciones, y en caso de que sea preciso, para hacer caer gobiernos díscolos y frustrar alianzas que pongan en riesgo su hegemonía. Para eso están las 800 bases militares de Estados Unidos a nivel global y un presupuesto anual de defensa cercano a 1 billón de dólares. El control y vigilancia militar de amplias áreas geográficas, de los grandes mercados y rutas comerciales, se hace por y para el dólar, y, por tanto, para la supremacía de las finanzas de Wall Street.

De momento, más allá de potenciar el comercio intra-BRICS con sus propias monedas, parece inabordable la emisión de una divisa propia, una eventual BRICS Coin. Cuestión diferente es que los BRICS+ y sus aliados comerciales instauren un sistema de pagos propio con sus servicios de mensajería financiera, un BRICS Pay, para no depender de los intermediarios occidentales. A esta misma política iría orientada la potenciación del Nuevo Banco de Desarrollo (NDB), si consigue emular al FMI y BM, y su influencia global. En la misma línea presenciamos los diálogos y la convergencia de estrategias que están experimentando la Unión Económica Euroasiática (UEEA) y la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS).

Si bien parece una quimera la emisión de una moneda común sin armonizar políticas fiscales e industriales, tan dispares entre sus miembros, sí sería factible la emisión de monedas propias con valores respaldados en bienes tangibles como el oro, el petróleo, los minerales y otros recursos naturales. Esto permitiría fragmentar el sistema monetario internacional entre el orden unipolar occidental (netamente angloamericano) -basado en dinero fíat, esto es, sin respaldo real-, y un orden no-occidental, con monedas parcialmente respaldadas en recursos. Pero todo esto requiere un encaje o acoplamiento muy profundo a nivel institucional que de momento está lejos de ocurrir.

Lo cierto es que los precios del petróleo, gas y el oro ya se están desplazando hacia los mercados BRICS. El movimiento lógico de China sería crear sus propios índices de referencia, para evitar el predominio de las reglas de Occidente en los mercados de futuros y opciones de materias primas. ¿Podrán China y Rusia crear un índice global de petróleo alternativo al West Texas Intermediate y al Brent? ¿Podrán crear mercados de oro realmente desvinculados de Londres? Si todo esto sucede en un futuro próximo, la demanda de bonos denominados en dólares irá remitiendo, y billones de dólares comenzarán a regresar a su economía nacional, destruyendo el poder adquisitivo del dólar y su tipo de cambio.

En este sentido, puede afirmarse que no habrá una auténtica desdolarización si los BRICS+ no consiguen acabar con el sistema del petrodólar. Y una pieza clave de esta jugada será la política que siga China con su Bolsa de Petróleo y Gas Natural de Shanghái, que entró en funcionamiento en 2018.

A modo de conclusión: el desenlace más probable

La proyección del poder global de Estados Unidos se ha basado fundamentalmente en el control de la moneda global. Por tanto, su hegemonía está comprometida si no puede mantener este estatus.

Recordemos que el hecho de que la divisa estadounidense haya actuado -y lo siga haciendo-, como moneda de reserva para los demás, significa, como explican Vicenç Navarro y Juan Torres López, en Los amos del dinero (Espasa, 2012, p. 88): “que el país que la emite puede endeudarse gratis, prácticamente sin límite, al menos mientras disponga de suficiente oro o de confianza por parte de los demás países”.

En consecuencia, lo que se juega Estados Unidos es poder endeudarse casi gratis e inflar un inmenso mercado bursátil (Wall Street) y un complejo militar-industrial de empresas contratistas del Pentágono que a la postre es lo que le permite ejercitar su dominio global mediante las finanzas o la guerra.

Pero este statu quo actual, o Pax Americana, no posee la garantía de que vaya a mantenerse ad aeternum. Todos los imperios acaban colapsando. La desdolarización progresiva de la economía mundial afectará negativamente la capacidad del gobierno estadounidense para gestionar su creciente deuda federal. La Reserva Federal enfrentará una presión continua para monetizar la deuda en constante aumento y mantener bajas las tasas de interés (y, por ende, los costes de endeudamiento del gobierno federal). La inflación resultante generará más apoyo para poner fin al estatus de moneda de reserva mundial del dólar. A medida que más países abandonen el dólar, la Reserva Federal será menos capaz de monetizar la deuda del gobierno federal sin crear hiperinflación. Esto resultará en una más que probable crisis del dólar y de deuda, posiblemente peor que la Gran Depresión.

La crisis económica mundial que se está fraguando sólo podría ser reconvertida en una oportunidad para el hegemón mediante un reset o shock que le permita poner a toda su economía en modo de guerra. Esta es la apuesta que surge en un horizonte cercano, a la vista de la más que probable derrota militar de Ucrania, que incluso puede estar inducida precisamente para legitimar de ese modo la remilitarización de los países occidentales y un eventual incendio de conflictos regionales conexos (en torno a Rusia, pero también indirectamente frente a China) que justifiquen la narrativa bélica y la ampliación de presupuestos deficitarios. El problema es que un error de cálculo en esta estrategia desesperada, una subestimación de las capacidades del “enemigo” o una sobrevaloración de las propias, puede llevar al mundo a la Tercera Guerra Mundial.

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